Una Historia De Amor y De Perdón
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Pequeña de mi ensueño supe que tu nombre es Monique. Te imagino como un tierno capullo hermoso y sonrosado, intentando palpar con tus gráciles dedos, los rayitos de luz, que acarician tus ojos y creo contemplar tu candoroso rostro con gracia angelical. Recuerdo cuántas veces anhelé acunarte entre mis brazos. Hoy al saber tu nombre, me decidí a escribir este mágico cuento, en homenaje a ti.
En un precioso lugar que Dios bendijo, donde el frío matinal salpicando con gotitas de rocío, juguetea entre praderas y elevadas montañas, hace algunos años comenzó la historia que hoy te cuento.
Al vaivén de la brisa cristalina, las mariposas parecen danzar y una gran variedad de hermosas flores, presuntuosas esparcen su fragancia exquisita.
El viejo y gigantesco roble que allí habita, perezosamente extiende sus ramas y con pausada voz que casi hechiza, le cuenta a las mariposas y a las flores, que hace muchísimos años, el arco iris con alegría febril, mezcló muchos colores y en un derroche de genuina inspiración, con un pincel de nácar que le obsequió la luna, pintó las flores y las alas de todas las mariposas, también pintó las plumas de las aves, las nubes y las altas montañas que estaban a su alrededor.
Cada mañana muy temprano, cuando el sol ilumina los cerros empinados y los sauces despiertan a la orilla del río, sobre la tierra fértil se escuchan las pisadas de un joven campesino, que diligente planta huertos de variadas especies y árboles de frutos deliciosos, con mágicas semillas que siembra cada día.
El solitario sembrador, sonríe al descubrir que astutos conejillos sigilosamente se esconden, para averiguar cual es el huerto de las zanahorias. Luego cuando el sembrador se marcha, los traviesos espías de suave pelaje, orejas muy largas y nariz temblorosa y sonrosada, salen de su escondite y desfrutan suculentos banquetes. Después de aquel festín, se quedan profundamente dormidos.
En mas de una ocasión, cuando el sembrador recorría su acostumbrada ruta, encontró ruiseñores y gorriones que estaban heridos junto al camino y él, con mucho esmero cuidó de ellos, hasta que los pequeños pajarillos recobraron su fuerza y estuvieron listos para emprender el vuelo.
Las manos de aquel sembrador son muy fuertes, ágiles y bellas, aunque en ellas quedaron dibujadas las heridas que la tierra plasmó en sus largas jornadas de trabajo.
Un atardecer cualquiera mientras el ocaso se recostaba sobre el lecho del río, el joven sembrador se detuvo un momento para descansar. En ese preciso instante en un lugar lejano, una gaviota muy bella con plumas de oro reluciente, ojos de esmeralda y delicado pico de rubí, se escapó de un cuento de hadas. Ansiosa estaba la gaviota aquella de conocer un horizonte nuevo.
El dorado reflejo de sus alas surcaba en rayos de oro el firmamento, y corriendo apresura detrás de su esplendor, una joven que también se escapó del cuento de hadas, en vano hizo el intento de alcanzar a la hermosa gaviota.
Buscaba la doncella en todas las colinas, recorrió las praderas y llegó hasta la cima de las montañas más altas, tratando de alcanzar a la Gaviota de Oro que le había arrebatado su más hermoso anhelo.
Estando ya cansada y muy sedienta, se dirigió la joven al majestuoso sol, quien había sido fiel testigo de su fallido intento. El astro gentilmente le aconsejó que se diera prisa en llegar a la tierra del joven sembrador; seguramente el le ayudaría a encontrar a la Gaviota de Oro que llevó en su piquito colorado oculto entre un rubí, su tesoro mas bello: “El anhelo que ella había guardado celosamente en su corazón, durante mucho tiempo”.
Decididamente la joven se dispuso a continuar su viaje. Calmó la sed en una cristalina fuente que encontró a su paso y bajo la atenta mirada del sol, feliz corrió en busca de su gaviota.
Danzaba entre las flores con los ojos cerrados, absorbía sus fragancias exquisitas… tan concentrada estaba disfrutando el aroma, que no se percató de aquel tronco que había atravesado en su camino y al tropezar en el, rodó por un sendero de peñascos donde también habían muchos espinos que se incrustaban en su piel, causándole dolor y rasgando su precioso vestido que era blanco.
Cuando la tarde decidió marcharse a reclinar su rostro en las piedras del río, y las ramas del gigantesco roble se abrían como brazos paternales, para albergar en ellas a muchas aves que allí dormían, el sembrador después de su jornada de trabajo, mientras se dirigía a su casa, le pareció escuchar que alguien sollozaba.
La naciente sonrisa de la luna reposaba en la copa de los árboles y entre el oscuro manto de la noche que acababa de entrar, con luz sutil casi apagada, iluminó los pasos del joven sembrador. Sus pisadas se escuchan y quedan suspendidas dibujadas entre la tierra húmeda.
Fue cuando la encontró, allí estaba la joven con su vestido roto, muy triste, sollozando. El sembrador la miró con ternura infinita sanando una a una sus heridas, luego tomándola en sus brazos la llevó hasta su casa.
-Y ahora dime niña de mi ensueño: ¿Alguna vez imaginaste acaso que llegarías a ser parte de un cuento?..¿Recuerdas el tesoro tan preciado que llevó la gaviota, en su tierno piquito de rubí? ¡Mi valioso tesoro fue el anhelo de contemplarte a ti!
Al vaivén de la brisa cristalina, las mariposas parecen danzar y una gran variedad de hermosas flores, presuntuosas esparcen su fragancia exquisita.
El viejo y gigantesco roble que allí habita, perezosamente extiende sus ramas y con pausada voz que casi hechiza, le cuenta a las mariposas y a las flores, que hace muchísimos años, el arco iris con alegría febril, mezcló muchos colores y en un derroche de genuina inspiración, con un pincel de nácar que le obsequió la luna, pintó las flores y las alas de todas las mariposas, también pintó las plumas de las aves, las nubes y las altas montañas que estaban a su alrededor.
Cada mañana muy temprano, cuando el sol ilumina los cerros empinados y los sauces despiertan a la orilla del río, sobre la tierra fértil se escuchan las pisadas de un joven campesino, que diligente planta huertos de variadas especies y árboles de frutos deliciosos, con mágicas semillas que siembra cada día.
El solitario sembrador, sonríe al descubrir que astutos conejillos sigilosamente se esconden, para averiguar cual es el huerto de las zanahorias. Luego cuando el sembrador se marcha, los traviesos espías de suave pelaje, orejas muy largas y nariz temblorosa y sonrosada, salen de su escondite y desfrutan suculentos banquetes. Después de aquel festín, se quedan profundamente dormidos.
En mas de una ocasión, cuando el sembrador recorría su acostumbrada ruta, encontró ruiseñores y gorriones que estaban heridos junto al camino y él, con mucho esmero cuidó de ellos, hasta que los pequeños pajarillos recobraron su fuerza y estuvieron listos para emprender el vuelo.
Las manos de aquel sembrador son muy fuertes, ágiles y bellas, aunque en ellas quedaron dibujadas las heridas que la tierra plasmó en sus largas jornadas de trabajo.
Un atardecer cualquiera mientras el ocaso se recostaba sobre el lecho del río, el joven sembrador se detuvo un momento para descansar. En ese preciso instante en un lugar lejano, una gaviota muy bella con plumas de oro reluciente, ojos de esmeralda y delicado pico de rubí, se escapó de un cuento de hadas. Ansiosa estaba la gaviota aquella de conocer un horizonte nuevo.
El dorado reflejo de sus alas surcaba en rayos de oro el firmamento, y corriendo apresura detrás de su esplendor, una joven que también se escapó del cuento de hadas, en vano hizo el intento de alcanzar a la hermosa gaviota.
Buscaba la doncella en todas las colinas, recorrió las praderas y llegó hasta la cima de las montañas más altas, tratando de alcanzar a la Gaviota de Oro que le había arrebatado su más hermoso anhelo.
Estando ya cansada y muy sedienta, se dirigió la joven al majestuoso sol, quien había sido fiel testigo de su fallido intento. El astro gentilmente le aconsejó que se diera prisa en llegar a la tierra del joven sembrador; seguramente el le ayudaría a encontrar a la Gaviota de Oro que llevó en su piquito colorado oculto entre un rubí, su tesoro mas bello: “El anhelo que ella había guardado celosamente en su corazón, durante mucho tiempo”.
Decididamente la joven se dispuso a continuar su viaje. Calmó la sed en una cristalina fuente que encontró a su paso y bajo la atenta mirada del sol, feliz corrió en busca de su gaviota.
Danzaba entre las flores con los ojos cerrados, absorbía sus fragancias exquisitas… tan concentrada estaba disfrutando el aroma, que no se percató de aquel tronco que había atravesado en su camino y al tropezar en el, rodó por un sendero de peñascos donde también habían muchos espinos que se incrustaban en su piel, causándole dolor y rasgando su precioso vestido que era blanco.
Cuando la tarde decidió marcharse a reclinar su rostro en las piedras del río, y las ramas del gigantesco roble se abrían como brazos paternales, para albergar en ellas a muchas aves que allí dormían, el sembrador después de su jornada de trabajo, mientras se dirigía a su casa, le pareció escuchar que alguien sollozaba.
La naciente sonrisa de la luna reposaba en la copa de los árboles y entre el oscuro manto de la noche que acababa de entrar, con luz sutil casi apagada, iluminó los pasos del joven sembrador. Sus pisadas se escuchan y quedan suspendidas dibujadas entre la tierra húmeda.
Fue cuando la encontró, allí estaba la joven con su vestido roto, muy triste, sollozando. El sembrador la miró con ternura infinita sanando una a una sus heridas, luego tomándola en sus brazos la llevó hasta su casa.
-Y ahora dime niña de mi ensueño: ¿Alguna vez imaginaste acaso que llegarías a ser parte de un cuento?..¿Recuerdas el tesoro tan preciado que llevó la gaviota, en su tierno piquito de rubí? ¡Mi valioso tesoro fue el anhelo de contemplarte a ti!
Aquel lugar por cierto era muy bello; al esconderse el sol, se reunían los grillos junto a la quebrada y cantaban dichosos. La noche despertaba como una hermosa dama, con majestuosidad y cuando se escondía entre las grandes montañas, se escuchaba algo así, como un precioso arrullo. La noche a veces parecía gemir; era que estaba dando a luz a la mañana y luego la envolvía dulcemente con su velo de estrellas matutinas.
En una de aquellas mágicas mañanas, delante del viejo roble, que como un veterano soldado había sido el guardián incondicional de todas esas tierras, el sembrador y la joven doncella, con un beso de amor unieron sus vidas.
Un nuevo rayo de luz surcaba el horizonte. Sus risas se escuchaban y otro par de huellas más pequeñas quedaban dibujadas junto a las huellas del joven sembrador.
El firmamento entero fue testigo, de lo que pudo ser el más sublime amor.
Pasaron las semanas y los meses que daban paso austero a los años también, la lluvia sollozaba prendida a mi ventana y junto con la lluvia, muchas de aquellas noches, pensativa, en silencio, la esposa del sembrador con nostalgia recordaba a la Gaviota de Oro, que se llevó con ella su más preciado anhelo.
También el sembrador, a veces en silencio anhelaba tener un capullo especial; un capullo con pétalos rosados y sonrisa de ángel, un precioso capullo que en su tierra, el sembrador jamás pudo sembrar.
Las hojas de los sauces todas se estremecieron, bañadas de rocío parecían llorar. Las aves despertaron, cuando el búho solitario todavía velaba pensativo en su rama y se escuchaban las pisadas del sembrador, que cada vez se alejaba más. ¡Se ha marchado, abandonó su tierra! - Le dijo un ruiseñor, a un precioso quetzal. El Sembrador, oculto entre la sombra de la noche se alejaba. Se marchó simplemente, pensando realizar su más íntimo anhelo.
El viejo y sabio roble, que durante tantos años fue el guardián de aquel bello lugar, meditabundo y triste se quedó dormido; no ha vuelto a cantar ni a narrar sus historias a las flores. Sus ramas poco a poco se han secado y las aves que allí se refugiaron durante tantos años, han empezado a emigrar hacia las altas colinas.
Dos décadas de inviernos y veranos quedaron registradas por el cincel del tiempo, grabadas en los troncos de los sauces, que todavía despiertan a la orilla del río.
En una de aquellas mágicas mañanas, delante del viejo roble, que como un veterano soldado había sido el guardián incondicional de todas esas tierras, el sembrador y la joven doncella, con un beso de amor unieron sus vidas.
Un nuevo rayo de luz surcaba el horizonte. Sus risas se escuchaban y otro par de huellas más pequeñas quedaban dibujadas junto a las huellas del joven sembrador.
El firmamento entero fue testigo, de lo que pudo ser el más sublime amor.
Pasaron las semanas y los meses que daban paso austero a los años también, la lluvia sollozaba prendida a mi ventana y junto con la lluvia, muchas de aquellas noches, pensativa, en silencio, la esposa del sembrador con nostalgia recordaba a la Gaviota de Oro, que se llevó con ella su más preciado anhelo.
También el sembrador, a veces en silencio anhelaba tener un capullo especial; un capullo con pétalos rosados y sonrisa de ángel, un precioso capullo que en su tierra, el sembrador jamás pudo sembrar.
Las hojas de los sauces todas se estremecieron, bañadas de rocío parecían llorar. Las aves despertaron, cuando el búho solitario todavía velaba pensativo en su rama y se escuchaban las pisadas del sembrador, que cada vez se alejaba más. ¡Se ha marchado, abandonó su tierra! - Le dijo un ruiseñor, a un precioso quetzal. El Sembrador, oculto entre la sombra de la noche se alejaba. Se marchó simplemente, pensando realizar su más íntimo anhelo.
El viejo y sabio roble, que durante tantos años fue el guardián de aquel bello lugar, meditabundo y triste se quedó dormido; no ha vuelto a cantar ni a narrar sus historias a las flores. Sus ramas poco a poco se han secado y las aves que allí se refugiaron durante tantos años, han empezado a emigrar hacia las altas colinas.
Dos décadas de inviernos y veranos quedaron registradas por el cincel del tiempo, grabadas en los troncos de los sauces, que todavía despiertan a la orilla del río.
Esta mañana temprano, un rayito dorado se me posó en la frente. Se filtró suavemente a través de mi ventana, con gran delicadeza se recostó en mi almohada. Su luz cálida y pura acarició mi rostro, como si quisiera hacerme sentir que alguien me amaba.
Lentamente mis párpados se abrieron y pude contemplar a la hermosa gaviota de las plumas doradas. Sus ojos de esmeralda parecían aún mas verdes, como si en ellos hubiera quedado impregnado el infinito verde de los fértiles bosques y el verde de la savia de aquel roble gigante que se quedó dormido para siempre.
Extasiada miraba a mi Gaviota, con su piquito rojo tocando a mi ventana. A pesar de estar cerca también estaba lejos…Dos décadas pasaron antes que ella llegara. Fue por este motivo niña hermosa, que preferí no abrirle la ventana.
Ella al verse en mis ojos reflejada comprendió mis motivos y desplegó sus alas. Se dirigió esta vez, a construir su nido en la nube infinita del ocaso. Cuando se fue, corrí hasta mi ventana y quedé sorprendida al descubrir el pequeño rubí incrustado en el corazón de una lágrima dorada. Aquel rubí donde celosamente había guardado como un bello tesoro, el anhelo mas preciado de mi vida.
Hoy cuando desperté, dulce pequeña, me pareció escuchar un bello canto con notas musicales de esperanza, que volaba en las alas de la brisa impregnándolo todo con el fragante aroma de las flores.
Las mariposas de bellos colores otra vez parecían danzar, cuando los rayos del sol coronaban de oro y nácar la cúspide imponente de los cerros. Fue en ese momento, cuando abrí mi ventana, que pude contemplar al viejo roble que estaba despertando…Perezosamente extendía una a una sus ramas, mientras las hojas secas recobraban su color verde esperanza y divisé a lo lejos una bandada de preciosas aves, que ansiosas regresaban para buscar refugio entre sus ramas.
Dos décadas, quedaron registradas en el reloj del tiempo; sin embargo las huellas que estuvieron plasmadas sobre la tierra fértil, cuando cada mañana la preciosa alborada, susurraba al oído del joven sembrador…Esas huellas ahora ya no existen, en su lugar perduran bellas rosas, son rosas encarnadas que no tienen espinas.
Ahora niña bella, has de saber que tú fuiste el capullo que yo tanto anhelé.
Se muy bien que los años han pasado y que en éste momento, posiblemente te hayas transformado, en la dulce doncella que escapó de las hermosas páginas de un cuento.
Por eso mi pequeña, yo guardé la preciosa chispita de rubí, que la Gaviota de Oro me dejó para dártela a ti.
Lentamente mis párpados se abrieron y pude contemplar a la hermosa gaviota de las plumas doradas. Sus ojos de esmeralda parecían aún mas verdes, como si en ellos hubiera quedado impregnado el infinito verde de los fértiles bosques y el verde de la savia de aquel roble gigante que se quedó dormido para siempre.
Extasiada miraba a mi Gaviota, con su piquito rojo tocando a mi ventana. A pesar de estar cerca también estaba lejos…Dos décadas pasaron antes que ella llegara. Fue por este motivo niña hermosa, que preferí no abrirle la ventana.
Ella al verse en mis ojos reflejada comprendió mis motivos y desplegó sus alas. Se dirigió esta vez, a construir su nido en la nube infinita del ocaso. Cuando se fue, corrí hasta mi ventana y quedé sorprendida al descubrir el pequeño rubí incrustado en el corazón de una lágrima dorada. Aquel rubí donde celosamente había guardado como un bello tesoro, el anhelo mas preciado de mi vida.
Hoy cuando desperté, dulce pequeña, me pareció escuchar un bello canto con notas musicales de esperanza, que volaba en las alas de la brisa impregnándolo todo con el fragante aroma de las flores.
Las mariposas de bellos colores otra vez parecían danzar, cuando los rayos del sol coronaban de oro y nácar la cúspide imponente de los cerros. Fue en ese momento, cuando abrí mi ventana, que pude contemplar al viejo roble que estaba despertando…Perezosamente extendía una a una sus ramas, mientras las hojas secas recobraban su color verde esperanza y divisé a lo lejos una bandada de preciosas aves, que ansiosas regresaban para buscar refugio entre sus ramas.
Dos décadas, quedaron registradas en el reloj del tiempo; sin embargo las huellas que estuvieron plasmadas sobre la tierra fértil, cuando cada mañana la preciosa alborada, susurraba al oído del joven sembrador…Esas huellas ahora ya no existen, en su lugar perduran bellas rosas, son rosas encarnadas que no tienen espinas.
Ahora niña bella, has de saber que tú fuiste el capullo que yo tanto anhelé.
Se muy bien que los años han pasado y que en éste momento, posiblemente te hayas transformado, en la dulce doncella que escapó de las hermosas páginas de un cuento.
Por eso mi pequeña, yo guardé la preciosa chispita de rubí, que la Gaviota de Oro me dejó para dártela a ti.
Marta Lilián Molano León